Por mandato real y constitucional del Rey de Renglones (toma ya!) se hace saber que los integrantes del Colectivo literario Renglones de ficción tienen la obligación de escribir (este momento tenía que llegar, amigos). La propuesta literaria dictada por el "mandamás" consiste en escribir un mini-relato (aprox.20 líneas) con el tema "¿Qué hacía yo el día que cumplí doce años?". No es necesario ceñirse a ese día en concreto, nos vale con una aproximación o quizás una invención. Podéis utilizar como siempre los comentarios de esta entrada para añadir los relatos (esta vez no hace falta que sea anónimo). Cuando todo el mundo haya escrito se quedará para comentarlo y celebrarlo. ¡Adelante, amigos, hagan memoria!
¿Qué hacía yo el día que cumplí doce años?
ResponderEliminarLo recuerdo como si fuera ayer, como todos mis momentos felices. Aquel ocho de octubre, a las once de la mañana, el Mediterráneo estaba de un azul intenso y el cielo con ese tono desvaído que precede al levante.
Como otras mañanas de domingo, había subido hasta las piedras que coronan la cumbre del castillo de Santa Bárbara, con un libro de aventuras y un bocadillo de chorizo. Tenía mi sitio favorito, unas piedras blancas que formaban un pequeño hueco, apenas para meter el culo y dejar que colgasen las piernas. Desde allí arriba era como volar, la ciudad y el puerto a mis pies, la curva de la bahía dando sentido al paisaje y el mar infinito a las historias que leía. Me hablaban los pinos, mis vecinos. Y los pájaros marinos que subían de vez en cuando, a limpiarse los pulmones de salitre con el aire fresco de la montaña.
Aquel libro era un tesoro, con héroes griegos invencibles, ninfas que se bañaban en cascadas entre peñas cubiertas de musgo y helechos… algo todavía más raro en Alicante que los helenos mitológicos. Tanta emoción me dio hambre, con lo que ataqué el bocata a falta de enemigos y cuando ya iba por más de medio, me di cuenta que se me había olvidado traer agua y que la del libro no me iba a servir. Fue un maravilloso día de cumpleaños. Llegué a casa tarde y muerto de sed, también me regañaron por haber salido sin decir a donde iba y aprendí que la literatura te llevará donde quieras, aunque conviene resolver las cuestiones orgánicas antes de ese viaje.
El día que cumplí doce años mis padres me dieron 300 pesetas para gastar en “Koala”. 300 pesetas. “Koala” era la mejor tienda de chucherías que nadie puede llegar a imaginar. Yo venía de un barrio en el que no había tienda de chucherías, lo más parecido era un puesto de variantes y frutos secos en el Mercado. En este puesto me ponía muy nerviosa cada vez que me tocaba pedir porque el “tendero” era poco amable y yo tenía que ir describiendo las gominolas que quería para que él las cogiera de los botes que tenía a su espalda: “uno de esos amarillo y naranja, redondos… no, esos no, los que son más ovalados con pica-pica…”. Si tardabas mucho en describirlo, o si dudabas de qué gominola querías el “señor tendero” se impacientaba. Además, cogía las gominolas con los dedos, sin guantes ni pinzas, cosa que a mi madre no gustaba, aunque a mí me daba igual. Lo peor de todo era si te equivocabas y habías pedido una gominola de más y le tocaba al tendero devolverla al bote después de mis dudas por elegir qué gominola sacrificaba. Eso es lo que más le sacaba de quicio. A veces, por evitar todo eso, me gastaba las 50 pesetas semanales en una bolsa de Jumpers. Fácil y sin complicación. “Koala” sin embargo era el paraíso. Era la primera vez que yo veía una tienda de chucherías autoservicio. Entrabas, cogías una mini cesta y unas pinzas y ¡podías servirte por ti mismo! No era necesario poner nombre a cada golosina y podías arrepentirte las veces que quisieras. Incluso te daba tiempo, sin presión, a contar el dinero que llevabas gastado para no coger de más. Hasta las gominolas estaban más blanditas. Acabábamos de mudarnos al nuevo barrio. Era 3 de septiembre, mi cumpleaños, y dentro de unos días empezaba en un nuevo colegio. No conocía a nadie, había dejado atrás mi antigua casa, mi antiguo colegio y mis amigos “de toda la vida”. Estaba asustada. Pero tenía 300 pesetas en el bolsillo para gastar en chucherías…y “Koala” era el paraíso.
ResponderEliminarAquel año de 1973... "Dark side of the moon" de Pink Floid , "Tubular bells" de Mike Oldfield, "Eres tú" de Mocedades... Ahhhh ¡Qué música!y murió Niño Bravo. Pero no todo era música, no penséis que no tenía conciencia social, claro que la tenía; fue el año que la OMS retiró la homosexualidad como enfermedad, también termino la guerra de Vietnam aunque empezó la del Yonkipur, el del golpe de estado en Chile con la dictadura de Pinochet y el atentado a Carrero Blanco... claro yo me enteraba de todo eso porque el telediario de la noche era sagrado, y erre que erre, día tras día, las noticias iban calando e instalándose en alguna parte de esa cabeza de doce años aunque mi principal preocupación era mi entorno social más cercano, mis amigos de la calle, o debería decir mis amigas de la calle Bego, Cris, Rosa... Bego tenía un padre mal tratador y una madre, como describirla... floja, muuuuuy floja, pasaba de hacer sus labores de ama de casa y esperando la bronca de su marido, bebía, no poco, hasta dejar a Bego con las tareas de la casa. De la situación de Cris no sabíamos mucho y es que después de morir su padre en accidente de trabajo, la madre se movía en cualquier ambiente para llevar dinero a casa; por lo que Cris estaba todo el tiempo sola y casi no veía a su madre (años después la detuvieron por tráfico de drogas). Rosa no tenía o no decía tener problemas y al igual que nosotros. Mi vecino José Antonio, cuando no estaba castigado, los estudios, ya sabéis (su padre trabajaba de albañil "a destajo" y no aparecía mientras había luz diurna y su madre, de la misma edad que la mía parecía y hacía cosas de abuelas). Así era mi calle, una calle en la que de los cinco no teníamos ningún otro niño o niña para jugar. En El Ferrol no se podía estar toda la tarde en la calle, por lo de la lluvia, ya sabéis, pero cuando podíamos nos juntábamos y "a jugar". Eso de "a jugar" se reducía a juegos de chichas ya que José Antonio estaba casi siempre castigado, y Bego, Cris, Rosa y yo jugábamos a "la rayuela", "la goma", "la comba" o al "brilé" que en Madrid le llamáis "balón prisionero"., recuerdo mi frustración por no poder llegar a las tandas altas de la goma, yo todavía no había desarrollado, no como ellas que me sacaban una cabeza, pero les ganaba a rayuela y al brilé.
ResponderEliminarPero cuando cumplí trece la cosa cambió, pero... eso ya es otro relato.
¿Anónimo? Lo primero es hablar de Música 🎼 y lo siguiente de Galicia
ResponderEliminarSalió Anónimo por costumbre. Debería de haber puesto Ricardo, mil perdones.
EliminarAY, QUÉ TÍO
ResponderEliminarA los once años yo tenía muchas ganas de un anillo de oro con su piedra de color porque algunas de mis amigas, algo precoces, ya lo tenían. Para mí, de momento, era inalcanzable porque, primero, mis padres no eran partidarios de lo que ellos llamaban 'cursiladas' y segundo, si en algún momento cambiasen de opinión le tocaría antes a mi hermana, que tenía un año más que yo.
No sé por qué tener un anillo de oro era para mí la señal de que ya era una persona importante, de que tenía ya mi sitio en el mundo. No es que quisiera ser importante, creo que solo quería parecerlo.
El día que cumplí doce años apareció en casa el tío Manolo, que era mi padrino y que tenía la habilidad de saber poner inyecciones. Por esta segunda razón cuando llegaba no lo recibíamos con demasiada alegría.
Llegó igual que siempre hacía, alborotando y repartiendo besos, lo cierto es que era muy simpático y cariñoso. Y bromista.
Como sin querer dejó sobre la mesa su terrible cajita de acero con las jeringas de cristal. Todas le observábamos con atención. Alzó la voz y dijo mi nombre
- ¡CRISSSS!
Me eché a temblar, cómo no. Está vez el pinchazo iba a ser para mí
Pero ¡Oh, sorpresa! Lo que pasó es que olvidó su cajita, me cogió de la mano y me llevó a la calle.
-Ahora iremos nosotros dos a comprar tu regalo de cumpleaños. A ver, ¿Qué quieres que te regale?
Me dio vergüenza decir lo que quería, no pude hablar y él, mi querido tío, me volvió a sorprender y lo adivinó: entramos en una joyería.
Me compró un precioso anillito de oro que tenía una especie de flor en la que había engarzada una pequeña turquesa.
Fue el único regalo que me hizo mi tío Manolo, al menos es el único que yo recuerdo y también es el regalo más acertado de cuantos he recibido en mis cumpleaños.
El año 1992, el de las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla, también fue el año de mi duodécima vuelta al sol. Me hubiera gustado inventarme un cumpleaños feliz para aquel martes 4 de febrero, pero no he sido capaz. Aquel día fui al colegio, pero tal y como ponía en un cartel de la entrada, las clases se habían suspendido. Los alumnos de 6º de EGB nos subimos a un autocar, pero no con la ilusión de ir de excursión como tantas otras veces. Esta vez no nos llevarían a La Pedriza, a las Cuevas del Águila o al Museo del Prado. El día que cumplí 12 años fui por primera vez a un cementerio. También vi llorar a mi padre y, a día de hoy, no recuerdo otra vez.
ResponderEliminarHubiera sido mejor contaros la celebración adelantada de mi cumpleaños que me hicieron el del viernes 31 de enero en la que unas cuantas compañeras de mi clase vinieron a casa. Detenerme en la emoción de repartir las invitaciones unos días antes en el colegio, en esa tarde de juegos, merienda, tarta y regalitos que habrían comprado el día anterior en alguna de las tres papelerías del barrio antes de que las cerraran con la llegada de los “todo a cien” o los “chinos”. Podría centrarme en que ese curso fui la delegada de la clase. Salvo el calorcillo en el ego de ganar el cargo por votación popular no puedo rescatar nada agradable de dicha tarea. Sólo me recuerdo chillando y dando carpetazos en la mesa para mandar callar a los alumnos cuando la profesora se iba. Con mi carpeta rosa forrada con recortes de Brandon y Dylan, dos de los protagonistas de Sensación de Vivir. Beverly Hills 90210. O quizá podría relataros que aquel cumpleaños por fin mis padres accedieron a regalarme unas zapatillas de baloncesto de “marca”, unas Nike, mis primeras zapatillas color negro, algo que hasta entonces no empezó a ponerse de moda.
Pero no he sido capaz de hacer ficción con ese día, el día en que despedimos en el cementerio a una de nuestras compañeras de clase. Aquella que tres días antes había tenido un accidente de coche y que cuatro días antes estuvo en la celebración de mi cumpleaños. Aquella cuyos regalitos, comprados en papelería, aún conservo. Aquella que todavía hoy, más de treinta años después, aparece de forma esporádica en mis sueños.
Que la muerte puede ser antinatural e injusta lo compruebas a lo largo de la vida, pero los alumnos de sexto curso lo aprendimos fuera de las cuatro paredes del aula el día de mi cumpleaños.
Aprendizaje temprano (quizá innecesario).
ResponderEliminarQué experiencia.
Entiendo que hayas tardado en colgar este recuerdo.
Gracias Cris. Si, esta experiencia es de las que no se necesitan.
EliminarWalda
EliminarEn aquel lugar donde el mar era una quimera, un sueño imposible, pasábamos los días de verano en la piscina municipal. Aquel 12 de julio día de mi décimo cumpleaños quedé con mis amigas para pasarlo allí, después merienda y cine de verano. Por aquella época se llamaba, Ciudad Deportiva Obra Sindical. Tenía un frontón, una pista de tenis y tres piscinas; una de hombres, otra de mujeres y una infantil que obviamente estaba ubicada en la zona de mujeres. Estaban separadas por una pequeña alameda y una puerta de madera, que nadie se atrevió nunca a cruzar. Se rumoreaba que aquello se iba a terminar, España se estaba modernizando y resultaba una paletada. Ese dia al entrar había un gran alboroto, lo primero que vimos fue a padres chapoteando felices con sus hijos. Las mujeres se mezclaban con los hombres. Nos miramos incrédula y comenzamos a reírnos nerviosas. Mirábamos la piscina como hipnotizadas sin poder apartar los ojos de aquel paso a la modernidad.
Pasado los primeros minutos de sorpresa, descubrimos, que los señores que conocíamos, elegantes con traje y corbata, resultaban patéticos en bañador. Que Ramoncin no sabía nadar y a Carlitos le quedaba tan grande el bañador que lo sujetaba con una cinta. Todo resultaba bastante vulgar y decepcionante, además, habían colapsado nuestra piscina. Cogimos las toallas y sin que nadie nos lo impidiera nos fuimos a la de hombres. Estaba casi vacía, nadamos, nos dimos aguadillas y bien untaditas de crema de zanahoria nos tendimos al sol. Por los altavoces sonaba la voz de Karina cantando "El baúl de los recuerdos" A nosotras quien nos gustaban eran "The Beatles" Aquellos chicos melenudos que cantaban en inglés y tocaban la guitarra eléctrica. Siempre supe que nunca tendría el regalo de oírlos en directo.
Décimo segundo
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