viernes, 25 de mayo de 2012

Una tarde cualquiera

Queridos todos, el Colectivo no descansa y en esta ocasión tenemos el placer de compartir con todos nuestros lectores "una tarde cualquiera". Y es verdad que la tarde de la que os hablamos, compartida por varios rengloneros, no saldrá en los anales de la historia pero los protagonistas de esta tarde pasamos un rato muy agradable por un bohemio y caluroso Madrid: bohemio por la visita a la editorial y al Ateneo...y caluroso porque el verano acechaba en cada esquina del Barrio de las letras. El desenlace de la tarde fue un picoteo en la Cervecería Alemana de la Plaza Santa Ana en la que hubo algo más que calamares y buenos recuerdos de infancia y juventud. Todo ello nos llevó a una conversación distendida e interesante sobre el paso de la vida y nuestro paso por ella. Y sobretodo a las ganas de contar algo sobre ello. De forma espontánea hemos escrito cuatro cositas estos cuatro humildes servidores que quedamos a vuestra entera disposición para críticas, alabanzas o lo que deseen. Martha, Fede, María y Marta. Ah! por supuesto estáis invitados a escribir un micro sobre ello aunque no lo hayáis vivido.
De Martha:
La mesa de madera de la vieja cervecería tiene alguna marca gamberra hecha con navajas. Son iniciales de nombres de algunos que pasaron por aquí y quisieron dejar su huella. Como los perros. Hay personas que necesitan que las recuerden. En Montevideo durante un tiempo aparecía en las paredes de los barrios escrito: "Lalo estuvo aquí". Me pregunto, ¿dónde estará Lalo, qué edad tendrá ahora?. Y en Madrid por los años ochenta un "Juan Manuel", firmó cada muro, pedazo de ruina o puerta en desuso.
Con el Juan Manuel nos reímos mucho, porque el padre de una amiga que había sido Fiscal General del Estado se llamaba así y decíamos que en su jubilación le había dado por el grafiti. No conocíamos otro.
De Fede:
LA ALEMANA
– ¿Y si te dejo?
– ¡No te atreverás!
– ¡Entonces bésame!
– ¿Qué es lo que quieres?
–…
Las luces de las farolas iluminaban tenuemente la Plaza de San Ana, y poco a poco, la presencia de la noche las hizo extenderse hasta llegar a todos sus rincones. Los cuatro entraron en la Cervecería Alemana y desfilando por delante de la barra, ocuparon la última mesa del fondo, allí donde al camarero le costaba más llegar.
– ¡Ves, no me has dejado!
–Lo puedo hacer ahora
–No te creo; ¡hazlo, anda, hazlo!
El camarero asomó la cara entre dos columnas.
– ¿Qué van a tomar?
–Tres coca colas y una manzanilla, unas croquetas y unos calamares fritos.
La puerta de la cervecería se cerró con estrépito, aunque nadie pareció enterarse.
– ¡Ernest, Ernest!
La mujer se levantó y corrió hacia la calle llorando.
–Los calamares están muy calientes, advirtió el camarero, y ante la mirada curiosa del cuarteto añadió:
–No se alarmen, casi todas las noches el señor Hemingway monta un numerito. Y en voz baja: – ¡Bebe demasiado!
Bajaron andando por Espoz y Mina y tomaron el metro en Sol. Cerca de los tornos del vestíbulo, un hombre alto de barba blanca charlaba con un grupo de jóvenes indignados, mientras en el exterior el reloj de la Puerta del Sol hacía doblar doce veces sus campanas.
De Marta C.:
PLAZA SANTA ANA
Dejé caer mi cuerpo de plomo en la cama y bebí un trago del agua estancada del vaso de la mesilla.
Yo pensaba que las personas de la Edad Media, de las cuevas o del Renacimiento vivieron únicamente para aparecer en un capítulo concreto de la historia. Ellos sabían que morirían sin dejar huella. Siempre había tenido la íntima sensación de que nosotros, nuestra generación, eramos “los importantes”; hemos venido al mundo para cambiarlo, para hacer algo grandioso. La vida no continuaría después de nuestra existencia o por lo menos no del mismo modo, porque esta época es LA ÉPOCA.
Pero el tiempo de mi época había pasado rápido, no nos habíamos puesto de acuerdo para hacer algo grande y aquí estaba yo, a mis ochenta y cinco años de edad postrada en una cama solitaria como quizás alguien lo estuvo en la época de los romanos o los egipcios. Bebí otro trago de agua. El último. Miré por la ventana y me despedí de la plaza de la santa que llevaba mi nombre. Después cogí aire por última vez.
El camarero de la Cervecería Alemana desabrochó los botones de las mangas de su impecable camisa blanca. Apretaba el calor en Madrid. Una ración de calamares humeantes esperaban en la barra a ser servidos. Un nuevo verano estaba a punto de llegar y la vida bullía en Madrid, por suerte.
De María :
OTRA ÉPOCA
Hoy se estrena cubertería en la Cervecería Alemana. La anterior, desgastada y ennegrecida, parecía de otra época. Como el mobiliario, los cuadros de la pared, el letrero de la entrada, o los cameros de impoluta camisa blanca.
Pero no parece que a la gente le importe, como cada viernes las mesas libres no tardan un minuto en volver a ocuparse.
Al fondo de la barra una joven toma una copa de vino mientras contempla la heterogénea clientela. Al rato, saca del bolso un pequeño cuaderno negro y escribe. Piensa que su moleskine es igual a aquellas que usaba, en otra época, Pablo Picasso para dibujar sus bocetos o Ernest Hemingway para apuntar ideas que luego se convertirían en libros célebres. Un lugar para inspirarse, una copa de vino y la libreta que le acompañaba a todos lados. Sólo le faltaba encender un cigarrillo para parecerse a los escritores atormentados que tanto le gustaban, pero en esta época hace tiempo que habían prohibido fumar dentro de los bares.
Si la joven es una buena observadora en aquel local puede encontrar un suculento material. Cerca de la puerta de entrada un grupo de chavales beben cerveza de forma compulsiva. Ve pasar jarras y jarras de cerveza con dirección a aquella mesa. Brindan mientras la espuma se desborda generosa. Uno de ellos saca una pequeña navaja y animado por otros dos graba una marca gamberra en la madera. No es la primera ni será la última que decore aquella superficie.
En otra mesa una pareja de extranjeros pide un número de raciones excesivamente amplio. Sin duda han oído hablar de las delicias de la comida española y han querido probarlas todas en el mismo día. Apenas hablan, no pueden hacer otra cosa que no sea comer.
Sin embargo, al lado suyo, en la mesa del fondo a la derecha, junto al radiador, un grupo de cuatro habla animado. Hay dos chicas que parecen gemelas. Ella no puede escuchar lo que cuentan y es una lástima porque le habría ayudado a inspirarse. El hombre de la manzanilla les cuenta como se hacían las cosas en su época, y una de ellas le dice:
̶ - ¿Te das cuenta que me hablas de tu época como si ahora en la que vives ya no fuera tuya? ¿Qué es en realidad nuestra época?¿Es la infancia, la juventud?¿Es la época en que fuimos felices? O ¿simplemente es la época pasada porque todo lo pasado siempre fue mejor?
̶ - Creo que esta pregunta es la más difícil que he oído, responde la otra. Tengo la sensación de que la vida de verdad son los primeros veinte o quizá veinticinco años de nuestra vida. Quizá esa sea le época de cada uno, aquella en que cada cosa se vive intensamente. Ni siquiera hace falta que la vivas en primera persona, una película de cine puede hacer que te enamores de alguien como ya nunca lo harás en la vida real. Lo vives y lo sientes en primera persona. Luego pasan esos años y todo se va diluyendo. Uno quiere volver a sentir aquello, pero ya es imposible, nada se vive igual, ni siquiera al ver esa misma película. Algunos parecen entenderlo y resignarse, otros no. Por eso recordamos constantemente ese tiempo, el de nuestra época y nos esforzarnos, con mayor o menor fortuna, en conseguir algo parecido. Llevamos a nuestros hijos al circo, al zoo o a la piscina y en su cara de ilusión recordamos la nuestra, porque con ellos volvemos a nuestra época. A la época que fuimos felices sin saberlo. Y es la mayor putada del mundo, pero a la vez es maravilloso, porque puedo compartirlo con vosotros y seguir viviendo. Por suerte.

viernes, 4 de mayo de 2012

RELATO EN CADENA II: SOR PRISCILA

Para todos los lectores dejo en esta entrada el resultado de nuestro segundo relato en cadena. En mi opinión, a pesar de las incoherencias, de los personajes que se quedaron perdidos como el Padre Julián y que el título no tenga nada que ver con el contenido, sigo pensando que tenemos futuro como escritores "colectivos". Creo que la idea es buena y que se podría escribir, trabajando con este texto de base, un relato bastante decente. Dejo a cada renglonero esa idea por si quiere hacerlo por su cuenta. Eso sí, los derechos de autor son compartidos. Mención especial para Walda, la renglonera encargada de empezarlo y finalizarlo. Porque consigue acabar con el experimento de forma magistral. Un final breve, conciso y coherente.A mi me parecía imposible. Gracias a todos por vuestra ilusión.
Como todos los días desde que ingresó en el convento la hermana Priscila se levantó a las seis de la mañana: rezó sus oraciones matinales, se puso el hábito, arregló la modesta habitación, y se dirigió a la capilla. Era la encargada de disponer todo lo necesario para la celebración de la misa que empezaría a la siete, después tomaría un frugal desayuno con todas las religiosas, y rápidamente partiría al hospital. Desde que la habían asignado aquel trabajo se sentía feliz. Ayudar aquellas pobres mujeres a traer sus hijos al mundo era algo maravilloso, sobre todo, porque sabía que Dios la había puesto allí para cumplir una gran misión.Tan es así que en aquella provincia donde había más gente que en la guerra, por lo que se follaba más de lo habitual, las familias tenían de diez a doce hijos por cabeza... de mujer, se entiende, y de trece en trece meses, se quedaban todas preñadas,así que Priscila, pidió a Dios en oración que la mandase una ayudante, pues tenía un enormísimo trabajo y... Ella había ingresado al convento, para huir de sus demonios interiores. No sabía, o había sido mal aconsejada, que cada cual se lleva sus monstruos allá donde va. Es imposible escapar de ellos. Las pesadillas, el miedo a las sombras, el sobresalto que le producían ruidos fuertes. En aquel silencio del claustro oía con más claridad, sus gritos y sus carcajadas. El Padre Julián, -que a hurtadillas le palpaba sus caderas abundantes, que se resistían a menguar a pesar de las oraciones y los ayunos, y que se escondían debajo del hábito repolludo-, le decía a la Priora, moviendo su cabeza peluda: "La cabra al monte tira...". Cuando los jueves estaba invitado a comer, no le quitaba de encima sus ojos envueltos en bolas de sebo. Estaba segura de tener la marca de Satanás en la cara. Lola apenas se inmutó cuando la Priora le comunicó que su tiempo como postulanta había concluido, y debía ayudar a la hermana Priscila en el hospital. Le pareció lógico, había hecho estudios de enfermería y sabía que podía ser útil en este cometido. Bajo la nueva identidad de Hermana Caridad, enseguida estaba a cargo de tareas importantes, como las nuevas admisiones. Por eso fue la primera en valorar a la extraña paciente que se presentó aquel Viernes 13 por la mañana. Muy joven, a punto de dar a luz, sin hablar ni una palabra de español ni de otra lengua reconocible, llevaba un vestido rojo que más bien parecía una túnica, y un collar con un extraño colgante de hierro en forma de cruz invertida. Como las horas pasaban sin que el parto se consumara, Lola y la hermana Priscila permanecían ya de noche al lado de la paciente cuando el Padre Julián entró en el paritorio. No hay novedad, informaron las hermanas. Nos turnaremos para cuidarla. Vaya tranquilo, que le avisaremos en el momento en que se ponga de parto. Pero aún pasaron veintrés días y el 6 de junio se desató una terrible tormenta. El resplandor de los relámpagos iluminaba intermitentemente el lecho de la joven parturienta, que se retorcía de dolor y trataba de ahogar los gritos que brotaban de su garganta mientras apretaba con fuerza el crucifijo del colgante. La hermana Caridad ayudada por el padre Julián y la hermana Priscila asistieron durante toda la noche el parto de la mujer, hasta que a las seis de la madrugada, un bellísimo bebé de pelo rubio y rizado vino al mundo. Tenía los ojos verdes y muy abiertos, las manos y los pies afilados y una amplia frente tatuada con la imagen del crucifijo invertido que colgaba del cuello de su madre. La hermana Caridad y sor Priscila se miraron extrañadas, exactamente con la misma cara que lo hicieron veinte años después cuando ante la puerta del convento se presentó aquel hombre joven, cuya buena facha no se les escapó a ninguna de las dos; por suerte el tatuaje que tenía bajo el flequillo sólo alcanzó a verlo la hermana Caridad. Una vez cortado el cordón umbilical, Caridad recogió al niño, lo envolvió en una toalla cuidándose de ocultar la frente y se lo llevó a toda prisa. A solas con él, le frotó enérgicamente con alcohol tratando en vano de borrar a aquel dibujo. Si lo descubría sor Priscila todo el plan se vendría abajo. Le pareció que el niño se reía de ella y de sus esfuerzos por borrar aquel estigma. Se le nublaba la vista, le tambaleaban las piernas. Estaba segura, la criatura se reía, de nuevo se estaba riendo. En ese momento Caridad comprendió que todo lo que hiciera para intentar cambiar el destino sería en vano. Supo en ese momento, y la cara angustiada de Sor Priscila cuando regresó al paritorio no hizo sino confirmar sus sospechas, que la madre moriría al dar a luz a la criatura. Y asi fue. Estaba escrito. Lo que no estaba escrito es que aquel estigma fuera apareciendo poco a poco en todas las frentes de cada una de las hermanas del convento, que al cabo de un tiempo dejaron de frotarlo y decidieron tomarlo como un mensaje de Dios, que no como un capricho. La hermana Caridad no se conformó tan fácilmente y decidió investigar sobre esa especie de cruz invertida y su significado en la vieja biblioteca del Convento, allí había códices y documentos que remontaban a los siglos tercero y cuarto de la era de nuestro Señor. En ellos descubrió que nacería un niño con aquella señal, que sería el Ángel de la Muerte. Una de las mujeres presentes en el parto, tendría que asesinarlo, de lo contrario, transcurrido veinte años volvería para apoderarse de sus almas, y llevarlas al infierno.