lunes, 11 de marzo de 2013

Nuestro relato de la semana es...


AQUEL LUGAR     de Walda

Aquel día mamá me dijo que tenía que acompañarla a un lugar donde había muchos niños. Yo me alegré, desde que murió papá me sentía muy sola. El día era gris. Subimos al viejo Ford  y abandonamos la ciudad, recorrimos varios kilómetros, mamá conducía con gesto serio. Apenas hablamos. Al llegar a un cruce  nos desviamos por él; cogimos   un estrecho sendero cubierto de hojas pegadas al suelo por la humedad del invierno. Apenas habíamos recorrido unos kilómetros, cuando ante nosotros apareció un edificio grande y vetusto, el moho y la herrumbre se habían apoderado de él, las ventanas con rejas le daban un aspecto monacal. Bajamos del coche, el frío viento invernal me azoto la cara.
 Una monja vieja y regordeta nos abrió un portón de madera,  cruzamos un pequeño huerto donde la escarcha del día anterior aún permanecía en el suelo. Ya en el interior, nos recibió una monja más joven que debía de ser la directora, guiadas por ella recorrimos  las estancias y  pasillos de aquel edificio grande e irregular.
 El refectorio era una sala  oscura con mesas y sillas de tosca madera. Pensé, que allí las sopas debían de quedarse rápidamente frías. Años más tarde me pregunté por qué imagine sopas, en vez, de leche o cacao. El dormitorio era rectangular con camas alineadas  cubiertas con mantas grises, un frío viento entraba por las rendijas de las ventanas. La sala de clases igualmente fría, aunque más luminosa, la presidía un Cristo Agónico, flanqueado por una Virgen Dolorosa, y El Ángel  Caído.
Mamá caminaba deprisa junto a la monja, yo me había quedado rezagada y apenas oía lo que hablaban, palabras sueltas que no lograba entender: presupuestos, recortes, caridad…
Oímos un murmullo de voces.  Entramos en una galería cubierta, donde unas cincuenta niñas de distintas edades jugaban y corrían, todas vestían iguales, unos deslucidos uniformes de rayas blancas y grises. Por los grandes ventanales se divisaba un campo yermo, las grises montañas cubrían el horizonte.
Para entonces, el mal presagio y el frío se habían apoderado de mí. Tenía los dedos agarrotados, sentía palpitaciones, y un sudor frío me perlaba la frente. Sentí que iba  a echarme a llorar, en aquel momento mamá me cogió la mano: Vamos cariño, los abuelos nos esperan para comer. 

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