AQUEL LUGAR de Walda
Aquel día mamá me dijo que tenía
que acompañarla a un lugar donde había muchos niños. Yo me alegré, desde que
murió papá me sentía muy sola. El día era gris. Subimos al viejo Ford y abandonamos la ciudad, recorrimos varios kilómetros,
mamá conducía con gesto serio. Apenas hablamos. Al llegar a un cruce nos desviamos por él; cogimos un
estrecho sendero cubierto de hojas pegadas al suelo por la humedad del
invierno. Apenas habíamos recorrido unos kilómetros, cuando ante nosotros apareció
un edificio grande y vetusto, el moho y la herrumbre se habían apoderado de él,
las ventanas con rejas le daban un aspecto monacal. Bajamos del coche, el frío
viento invernal me azoto la cara.
Una monja vieja y regordeta nos abrió un
portón de madera, cruzamos un pequeño
huerto donde la escarcha del día anterior aún permanecía en el suelo. Ya en el
interior, nos recibió una monja más joven que debía de ser la directora, guiadas
por ella recorrimos las estancias y pasillos de aquel edificio grande e
irregular.
El refectorio era una sala oscura con mesas y sillas de tosca madera.
Pensé, que allí las sopas debían de quedarse rápidamente frías. Años más tarde
me pregunté por qué imagine sopas, en vez, de leche o cacao. El dormitorio era
rectangular con camas alineadas cubiertas con mantas grises, un frío viento
entraba por las rendijas de las ventanas. La sala de clases igualmente fría,
aunque más luminosa, la presidía un Cristo Agónico, flanqueado por una Virgen
Dolorosa, y El Ángel Caído.
Mamá caminaba deprisa junto a la
monja, yo me había quedado rezagada y apenas oía lo que hablaban, palabras
sueltas que no lograba entender: presupuestos, recortes, caridad…
Oímos un
murmullo de voces. Entramos en una
galería cubierta, donde unas cincuenta niñas de distintas edades jugaban y
corrían, todas vestían iguales, unos deslucidos uniformes de rayas blancas y
grises. Por los grandes ventanales se divisaba un campo yermo, las grises
montañas cubrían el horizonte.
Para entonces, el mal presagio y
el frío se habían apoderado de mí. Tenía los dedos agarrotados, sentía
palpitaciones, y un sudor frío me perlaba la frente. Sentí que iba a echarme a llorar, en aquel momento mamá me
cogió la mano: Vamos cariño, los abuelos nos esperan para comer.
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