martes, 6 de septiembre de 2011

Noche terrorífica

Hace unos meses nuestro Colectivo Literario Renglones de Ficción disfrutó de una terrorífica velada. Noche de junio, buena compañía, un monte donde acomodarnos, unas linternas para alumbrar los papeles donde habíamos plasmado nuestras historias y muchas ganas de pasarlo bien...con o sin miedo. Ahi va uno de los relatos...¡uuuuhhhhh!!

EL TREN CORREO

por Federico

Durante todo el día, el tren correo ha ido dejando la carga en su lento y mil veces interrumpido caminar, hasta llegar al final de su trayecto, Andújar. Son las dos de la madrugada del día 30 de noviembre de 1943. Todas las mercancías del vagón principal, entre las que se encuentra un reluciente ataúd negro y la saca con la paga de los empleados, son descargadas en el almacén-oficina de Tomás Ibáñez, el Jefe de Estación.
Tomás, coloca la saca del dinero en la caja fuerte de su despacho, cierra con llave desde dentro la puerta de la oficina y se sienta delante de su escritorio para redactar el parte del día. Esa noche tiene guardia y trata de relajarse leyendo el periódico que acaba de llegar en el tren.



A esa misma hora, Ramiro Ramos trabaja en su despacho de la estación de Mediodía de Madrid. Aunque al día siguiente cumplirá sesenta y cinco años y se jubilará, es incapaz de irse a su casa hasta no haber comprobado y cerrado los inventarios de carga de los trenes-correo que parten diariamente de esa estación.
–El último impreso y se acabó por hoy, piensa en voz alta. Fija sus enrojecidos ojos en la lista:
. Bicicleta Thoman azul, peso nueve kg, destino Manzanares.
. Silla madera nogal, peso cinco kg, destino Santa Elena.
. Ataúd negro, peso ciento veinte kg., destino Andújar.
–Es el segundo ataúd de esta semana, –recuerda.
Sigue leyendo: valija, peso diez kg.
–Esta es la paga de los empleados, –piensa. A la derecha de la máquina de escribir un periódico de la tarde, abierto por la página de sucesos le llama la atención; Un peligroso asesino, recién fugado de la cárcel, ha sido visto en los alrededores de la estación de Mediodía de Madrid, donde se ha vuelto a perder su pista.
Ramiro acaba su trabajo y sale del despacho. Como siempre es el último en abandonar el trabajo.

En la estación de Andujar, Tomás Ibáñez nota sus parpados muy pesados y sin poderlo evitar apoya la cabeza sobre la escribanía y se queda dormido. Tras él, en el almacén, solo el reflejo lejano del flexo del escritorio atraviesa tenuemente la oscuridad que envuelve un sinfín de paquetes, bultos de formas dispares y al ataúd recién llegado.

En Madrid, Ramiro Ramos sale a la calle y camina hasta su casa. Es una noche muy fría y se sube el cuello del abrigo hasta las orejas; después hunde las manos en la profundidad de los bolsillos.
El sereno le sale al encuentro y le saluda cordialmente buscando la propina. Como siempre, echan una parrafada en el portal antes de despedirse.
Ramiro no ha cenado. No lo hace casi ningún día desde que Emilia, su mujer cogió el tren hacia la eternidad. Se prepara un café y se sienta en una silla de la cocina a tomárselo. Pone la radio pero hace tanto ruido de interferencias que la apaga enseguida. Aflojándose el nudo de la corbata se dirige a su dormitorio, frió y vació como de costumbre.
Por el pasillo piensa en lo que le espera al día siguiente; será el último día de un trabajo rutinario que le convirtió en un hombre rutinario.
–Estaría curioso que mañana transportáramos otro ataúd. Ya serían tres en esta semana, cavila.
Entonces se para y enarca las cejas. Recuerda: ataúd negro, peso ciento veinte kilos destino Andújar… peso ciento veinte kilos?
Ramiro se pone el abrigo y sale apresuradamente de su casa.

En la oficina del jefe de estación de Andujar, Tomás Ibáñez sigue dormitando. Detrás de él, el ataúd parece cobrar vida.

Ramiro Ramos se dirige apresuradamente a la oficina de comunicaciones de la estación y se sienta delante del Telégrafo. Apoyando la palma de la mano derecha en el pulsador comienza a transmitir.

En la estación de Andujar, el receptor de código Morse empieza a emitir una serie continua de sonidos cortos y largos. Tomás escucha como en sueños la transmisión y traduce mentalmente el mensaje que llega.

¡Cuidado con el ataúd; cuidado con el ataúd; cuidado con el ataúd!
Ibáñez se despierta sobresaltado, levanta la vista hacia el espejo que se encuentra en la pared sobre el escritorio y ve reflejada la figura de un hombre corpulento, con una pistola en la mano, avanzando hacia él. Detrás del hombre, el ataúd abierto.
Como impulsado por un resorte abre el cajón, saca una pistola y dispara tres veces. Mientras cae al suelo oye el espejo romperse en mil pedazos. Después, todo se detiene.
Cierra los ojos y escucha. El ruido de un cuerpo al caer sobre la tarima le certifica que ha alcanzado el blanco. Se incorpora y contempla al hombre tendido boca abajo sobre un charco de sangre. Lo voltea ayudándose de un pie y comprueba que está muerto.
En una esquina del despacho, el telégrafo sigue insistiendo:
¡Cuidado con el ataúd; cuidado con el ataúd!

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